El miércoles, poco después del puñetazo, los medios comenzaron a informar de que el agresor del presidente del gobierno era de Mocedades. «¿De Mocedades?», pensé extrañado. «De Mocedades Galeguistas», me contestaron los medios. Y me explicaron que se trataba de un grupo político vinculado al nacionalismo gallego. A mí me pareció muy mal. Lo del puñetazo. Y también que se diese esa apropiación del nombre de Mocedades, que son una gente estupenda que lleva toda la vida formando en línea y cantando canciones bonitas y algo tristes.
Quizá me digan que ‘mocedad’ en gallego significa ‘juventud’ y que qué culpa tienen de eso los jóvenes gallegos. Yo les diré entonces que no hay excusas, que ‘mocedad’ significa lo mismo en castellano. Aquí ustedes me dirán que están perdiendo el hilo. Y yo les diré que lo que tienen que hacer los jóvenes gallegos es tener más respeto por los clásicos bilbaínos. Nosotros no llamamos ‘Juan Pardo’ a las juventudes de ningún partido. Y no voy a seguir por ahí. Porque estas rencillas territoriales las carga el diablo. También porque acabo de darme cuenta de que, en unas pocas líneas, he hablado ya con los medios y con ustedes, los lectores. Que ambos me hayan contestado me hace sospechar que necesito vacaciones.
Por otro lado, no es lógico que me afecte tanto que se tome el nombre de Mocedades en vano. Nunca les he visto en directo, no tengo sus discos, no podría decir que es un grupo que me gusta. Sin embargo, me doy cuenta de que Mocedades es una de esas cosas que siempre ha estado ahí. Y estaba bien que así fuese. Sonaban de fondo. Al principio, con sus barbas y sus vestidos estampados, como recién huidos de la Casa de la Pradera. Después con sus esmóquines y sus túnicas refulgentes, con una orquesta detrás.
Más tarde, en algún momento, Mocedades se dividió por una especie de miosis musical y comenzó a disgregarse en un número cambiante y complejo de formaciones: Sergio y Estibaliz, el Consorcio, Txarango, Mocedades, Mocedades, Mocedades… Yo nunca llegué a saber con exactitud quién estaba en cada grupo, pero no importaba. Para mí, Mocedades es una unidad eterna y conceptual en la que hay un número aleatorio de miembros perfectamente afinados de la familia Uranga. Con eso me basta. Con eso y con que de vez en cuando suene alguna de sus canciones.
«Eres tú», por ejemplo. Una de las canciones más conocidas de la música popular española. La habremos oído millones de veces. Deberíamos odiarla. Pero, ¿cómo odiar ‘Eres tú’? Suena en la radio y te pones contento y a hacer voces. Nadie puede resistirse a cantar el «uh-uh-uh-uh-uuh-uh» que hace Amaya -en Mocedades, de algún modo, siempre canta Amaya- al final del estribillo, ya saben, justo antes de «en mi vida algo así eres tú».
«¿Pero a este le gusta ahora Mocedades?» Hey, puedo volver a oírles. La respuesta es: no exactamente. A mí me gustan los Clash. Pero mi madre no tarareaba ‘White riot’. Y cuando veo una foto antigua de los Clash no creo ver una vieja foto familiar. Y en la voz de Joe Strummer detecto inflexiones que me hacen regresar a mi juventud, pero no a mi casa. Hay algo más. Hace unos meses murió Sergio Blanco. Nunca lo vi en persona, jamás hablé con él. Pero me caía de miedo. Sucede en ocasiones: te das cuenta de que una figura pública te cae bien y comienzas a fijarte en ella, a lo largo de los años, buscándole el doblez. Muy pocas veces terminas entendiendo que no lo hay, que es como parece. En este caso, alguien que posee la inteligencia y la bondad, quizá lo mejor que se puede poseer. Yo era amigo de Sergio muy de lejos, sin que él lo supiera. Su muerte me causó pena, me pareció mal. Y ahora pienso que no es poca cosa. Me refiero a que alguien con quien tu vida se cruza de un modo tan tangencial llegue a sentir tu muerte. Solo quería decirlo.